Para llegar a la vía hay que cruzar el
alambrado roto, pasar por el cañaveral donde siempre se caen y pierden los
barriletes o el fútbol. El cañaveral está en el terraplén, al costado de las
vías, cerca de la hilera de los arbustos de mimbre que llega hasta donde está
el árbol torcido por la tormenta. En la otra punta, al final de la hilera de
arbustos, están los panales a la sombra de los árboles más altos. Los arbustos
se pierden de vista bajo una enredadera de color verde oscuro con algunas
flores violetas arrugadas. La enredadera cubre también parte del alambre
herrumbrado y se cuelga de las cañas que se doblan por su peso. La sombra ahí
es más espesa y oscura como también los colores de las hojas y el poco pasto
que crece casi seco. Es difícil moverse entre la enredadera y las cañas, la
respiración se vuelve más densa como la transpiración. Sobre las vías con el
paso del tren a toda velocidad las monedas quedan aplastadas y las letras, los
números o los dibujos se borran o se deforman o se estiran hacia un costado, a
veces solo la mitad de la moneda queda aplastada como una chapita finita
parecida a una hoja de afeitar. Con las piedras es diferente, después del ruido
fuerte y metálico solo queda polvo desparramado sobre los durmientes, a veces,
las piedras salen disparadas en pedazos rotos con perfiles más filosos.
En el reflejo
del encendedor de metal puede ver cómo los dos están parados bajo el árbol. El
color verde es más intenso en la sombra, hacia las vías parece menos fuerte,
cuanto más gira el encendedor el reflejo cambia de color y deforma lo que ve.
Ve el campo, donde el sol es fuerte y el color es más claro, ve los ciruelos
que están blancos y atrás los cañaverales,
todo torcido y por momentos estirados en fuga hacia la curva del perfil
del encendedor.
Entre las ramas
que se mueven por el viento el chico se sostiene con facilidad, acostumbrado a
la altura, observa de cerca el encendedor, refleja la luz que pasa entre las
hojas, a manera de señal, o de mancha de luz que usa para encandilar a los de
abajo. El nuevo cierra los ojos ante el brillo del reflejo y el otro apenas
parpadea, mira al que está arriba entre las ramas un momento en silencio, luego vuelve a
mirar hacia el fondo. Entre las vías y los dos que están bajo la sombra esta el
campo verde, donde el calor se alcanza a ver como una variación transparente a
la altura del alambrado que distorsiona los colores y las formas.
Los dos que
están abajo a la sombra comienzan a caminar al costado de los arbustos sin
hablar. El nuevo se estira y se vuelve difuso, se pierde más rápido en una
mancha oscura y plateada cuando gira un poco el ángulo de la superficie del
encendedor, el nuevo vuelve a aparecer a su antojo, casi como un
garabato de color o una mancha que se mezcla con los otros colores del fondo en
la superficie metalizada, unos sobre otros como las manchas de
aceite quemado sobre los durmientes y las piedras.
Antes de
agacharse y cruzar el alambrado oxidado, el otro se detiene y mira hacia el
árbol que está en la otra punta. Desde la copa ve el destello que produce el
reflejo del sol sobre su encendedor.
Las ramas se
mueven despacio por el viento, y el sonido metálico cuando lo abre o lo cierra
es parecido al sonido que hacen esos encendedores en las películas. La llama es
diferente a los encendedores de plástico, es más grande, más lenta y desprende
olor a bencina. El movimiento de las ramas más altas, el sonido de las hojas
que chocan unas con otras y el silencio de la hora de la siesta, el sol que
empieza a caer de costado, parece mantener todo quieto e intacto. Solo el
sonido de la bisagra metálica cuando abre o cierra la tapita produce una
variación en el murmullo constante. La alarma del paso a nivel que está a unas
cuadras suena por tercera vez desde que los otros dos se perdieron de vista en
los cañaverales. La llama se agita un
poco y se apaga. Entonces comienza otra vez, mecánico y constante, abre y
cierra la tapita, enciende la llama y mira hacia el fondo donde los colores se
mezclan por el calor y algo parecido a un espejismo como los de la ruta en
verano sobre el asfalto que a lo lejos parecen charcos de agua que nunca se alcanzan.
El convoy del tren pasa, y no escucha el ruido de las piedras al ser
aplastadas. Tampoco hace falta hacer ninguna señal de luz con el reflejo del encendedor,
a esta hora todo está quieto, nada cambia en lo que ve salvo por la luz del sol que cae un poco de costado, el movimiento al ras del suelo en
los cañaverales que produce el calor y el viento que hace más fuerte el
murmullo de las hojas en las ramas es constante, si el otro llegara en ese
momento no podría escuchar sus pasos, pero seguro después de prenderse un
cigarrillo, van a mirar algunas de las revistas que colecciona y tiene
envueltas en una bolsa de plástico transparente pero medio manchado con el
barro de la tierra removida, cuando la tormenta casi tira el árbol, hasta el
punto de estar inclinado de una manera rara sostenido por las raíces que se
hunden varios metros en la tierra y se ramifican como la enredadera sobre el alambrado,
bajo un pedazo de ladrillo entre hojas secas, tierra y algunas lombrices que
quedaron hacia fuera, o por ahí junten unas ramas secas de
mimbre para hacer una fogata bajo el árbol para quemar el cuero podrido de un
fútbol que encontraron cerca de la vía.
Sobre la piel se arrastra el brillo de la
transpiración, el reflejo de la luz en las cañas y lo espeso de las sombras, manchas que varían su forma y su tamaño por
la fuerza del viento, que agita el cañaveral. Las copas de los árboles rompen
la luz que cae sobre las piedras, la tierra y la piel de los dos chicos.
-El dibujito se borró para el costado, dice
el chico nuevo.
El ruido grave del motor disel del convoy
trae su vibración que crece desde los rieles a través de la tierra, las piedras
chocan unas con otras, con movimientos rapidos y muy pequeños, generan un murmullo continuo y muy silencioso. Cesa el movimiento de los
árboles, del cañaveral, se apaga el sonido del paso a
nivel a unas cuadras. La luz
se concentra en forma de manchas sobre los cuerpos de los chicos como tambien las sombras, el sudor deja de hundirse
un instante. Una ráfaga de gases con olor a disel, aceite quemado junto con los
ruidos metálicos, llegan desde las vías, mezclando la transpiración, lo
estático de la luz, el ruido de los durmientes que se hunden en cada paso de
las ruedas de hierro de la formación, llega también, el aire espeso, el olor a
una comadreja muerta y el calor que sube desde las piedras.